En secreto soñaba con ser titiritera,
funambulista en equilibrio indiferente
en una cuerda etérea; para
diseñar con el humo de sus brazos
imposibles estrellas sin aristas.
Y aún hoy la espero, Campanilla eterna,
suspendida al bies de una sonrisa
e impulsada por el rayo de Mercurio,
que la torna caricia de ida y vuelta.
Un día asomará de nuevo, dando
un salto mortal contra el olvido,
rociándome de su ambigua risa,
que no eclipsa ni demuestra apegos.
Y marchará rauda tras los años,
impelida por invisibles alas; leve,
a fabricar gaseosas piruetas y a
madurar eclécticos afectos.
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